domingo, 23 de junio de 2013

Esquizofrenia

"Lo que deberían hacer sería poner una bomba en el monte y acabar de un solo golpe con todos los guerrilleros, qué le hace si mueren campesinos, así se acaba todo el problema de una vez", fue la frase que soltó, sin ningún miramento, una persona muy allegada a mí durante alguna discusión política. Una persona quien, por sobre todas las cosas, ha sido definida por el dolor de haber padecido de forma prolongada el drama del conflicto en Colombia, encarnado particularmente en la tortura de la desaparición forzosa.

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Nicolás Montero en la pantalla enuncia a los dos finalistas del concurso El Gran Colombiano: Garzón y Uribe. No es casualidad, pienso, que la ciencia, la literatura e inclusive la farándula hayan quedado por debajo de estos dos personajes, quienes sin duda alguna son representantes, ante todo, del conflicto armado del país. Primer asunto que me queda claro esta noche: puede ser que Colombia no tenga memoria, pero tiene entrañas, y es allí donde permanecen las huellas de la violencia. Por eso, aunque nuestra gente no entienda, no recuerde e incluso a veces no vea muchas cosas, sigue sintiendo una sola cosa: la guerra.

María Jimena Duzán al conocer los dos finalistas, definió a éste como un "país esquizofrénico", uno que manifiesta al unísono que siente y resiente los golpes de la violencia, pero cuyas dos personalidades no se ponen de acuerdo en la manera de limpiar este problema de nuestro presente. Segundo asunto claro de la noche: en ese punto central de nuestras vidas, donde habita el conflicto, habita también esa dualidad entre dos formas opuestas de verlo, entenderlo, pensarlo y combatirlo.

Y el tercer asunto que queda claro: había que elegir y Colombia eligió. No en un concurso aparentemente trivial sino en una realidad que, como todas las cosas permanentes, resulta silenciosa, como un paisaje, hasta que circunstancias como éstas que nos obligan a pensarnos, revelarnos e identificarnos, nos recuerdan que estamos lamentablemente inmersas en ellas.

En Colombia ganó la sangre que nos hierve adentro, la que conoce los embates de la violencia e instintivamente cree en ésta como la única respuesta, nuestra memoria muda no nos recuerda que aquélla siempre deja un deudo que más tarde vuelve con otro rostro a reclamar su duelo. En Colombia ganaron las tripas que decidieron reírse de sus desdichas, los oídos desoyeron las críticas serias detrás de las carcajadas y las manos ignoraron las invitaciones a la acción que proferían las propias manos activas de Garzón.

En Colombia ganaron las entrañas y perdió la memoria; ganaron los patriarcas que ofrecen soluciones unilaterales que ahorran el indeseable esfuerzo del disenso y perdió la invitación a construir soluciones colectivas y beneficiosas para las mayorías; ganaron las élites y perdió la población, hundida en su propia desidia hacia la búsqueda de alternativas duraderas para construir la paz.

Pero eso no pasó en el concurso, ni pasó hace más de 10 años cuando Uribe llegó a la presidencia, ni hace 14 años cuando manos impunes asesinaron a Garzón. Eso ha venido pasando y pasa, cada día, como una impronta indeleble de nuestra apasionada y feliz colombianidad, que necesita un caudillo que extirpe el cáncer de un solo tirón, para que podamos dejar de pensar en ese incómodo problema, aunque tenga que destruir la mitad del cuerpo y aunque sepa en el fondo, que la enfermedad ya hizo metástasis en todo lo demás.

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Nada de lo que he dicho aquí es nuevo para nadie. Al igual que muchos, adivinaba el resultado del concurso, pero eso no evitó que el corazón se me volviera a descolgar del pecho. Me voy a la cama esta noche, con la desazón renovada que me produce el comprobar que la guerra sigue siendo el leitmotiv de este país, el que nos habita despiadadamente con cara de problema y máscara de solución.

martes, 5 de febrero de 2013

Irse


"Todo lo que viene, se va. No trates de retenerlo. Di sí a todo lo que viene y sí a todo lo que se va"
AJ


A riesgo de sonar loca, me atrevo a decir que nuestra cultura tiene una desafortunada obsesión con la estabilidad, la permanencia y los planes a largo plazo. En alguna ocasión le comenté a una mujer mayor, a mi juicio muy sabia, que yo ya llevaba 3 años dictando clase en una misma universidad y más de 4 años de relación con el novio de turno. Me dijo: "eso habla muy bien de ti". Yo saqué pecho. 

Pocos meses después me retiré de la universidad y la relación con ese novio terminó, obligándome a replantear mis planes futuros y preguntarme: ¿qué es lo próximo que quiero hacer? Con terror, por decir lo menos, descubrí que no tenía ni la menor idea de qué quería hacer en el año siguiente, ni en el otro, ni el de más allá. Sencillamente no sabía hacia dónde ir. Por lo pronto, pensé, debía satisfacer mis expectativas más inmediatas: quería irme a vivir sola y conseguirme algún trabajo. Eso, con exactitud, fue lo que hice. Y me hizo muy feliz.

Sin embargo, el fantasma de la permanencia me perseguía: comencé a buscar con desesperación planes para llenar mi agenda de los siguientes 10 años, pero no los encontré. Me preocupé: ¿cómo puede hacer uno para proyectarse si no sabe cuáles son sus sueños?, ¿cómo podría discernir entre un sueño y una simple idea vaga en mi cabeza?, ¿tenía que experimentar algún síntoma físico (mariposas en el estómago, por ejemplo) para saber que había encontrado mis verdaderos sueños?

Ante mi incapacidad de "proyectarme hacia el futuro", sentí que estaba en verdaderos problemas y acudí llorando a una psicóloga, explicándole con angustia: creo que tengo un temor oculto a comprometerme con cualquier cosa, sea una relación, un trabajo, la compra de una casa, un carro o simplemente unos tiquetes para un viaje dentro de tres meses.

Estaba aterrorizada cuando renuncié a Teleantioquia tras sólo 5 meses, cuando me fui de Feeling Company después de ínfimos 3 meses, cuando decidí no comprar boleta para ver a Madonna desde marzo porque no sabía dónde estaría cuando se hiciera el concierto en noviembre. ¿Cuál sería mi problema? ¿Qué trauma antiguo o reciente me impedía comprometerme? Lo peor, es que eso de los plazos cortos no era una novedad en mi vida. Era un asunto de siempre.

¿Permanecer o irse?

Cuando terminé la universidad comencé a notar que mis compañeros estaban emprendiendo sus propios proyectos de vida: casándose, creando empresa, estudiando posgrados. Seguramente, pensé, al haber alcanzado una meta a largo plazo como terminar los estudios, necesitaban plantearse una nueva para tener otra vez un motivo serio para aferrarse a la vida. Pero a mí no me pasaba lo mismo, de hecho, me costaba entender cómo me había planteado mis metas académicas y las había cumplido, puesto que eran plazos largos.

Además, noté que algunos de ellos iban recolectando una serie de años de experiencia laboral en empresas que no les brindaban oportunidades de crecimiento, y que por el contrario a veces les coartaban su desarrollo personal y/o económico. Mientras tanto, yo seguía acumulando experiencias breves, unas más y otras menos satisfactorias, y preguntándome ¿qué hay de malo en mí?

Sin embargo, en cierto punto de mi terapia con la psicóloga, luego de terminar de hablar de mis posibles traumas del pasado, comencé a hablar de mi vida presente y descubrí que era absolutamente feliz a pesar de mi falta de permanencia y planes a futuro: mi "hoy" era suficientemente satisfactorio como para estar pensando ¿qué voy a hacer mañana?

La obligación de permanecer

Entonces descubrí que en ese momento de mi vida, yo, desde el fondo de mi corazón, no tenía ninguna meta personal. El problema era que me preocupaba no cumplir con ese ideal socialmente impuesto de tener que casarme, vincularme a una empresa hasta la jubilación o comprarme una casa, en una sociedad donde eso de no planificar el futuro se asocia a irresponsabilidad, falta de seriedad, etc.

Después de ser consciente de eso, entendí que mi problema no era que no tuviera sueños, sino que los estaba buscando en el lugar equivocado: en cosas enormes en el futuro, cuando mi felicidad estaba en pequeñas cosas del presente, como una tarde al sol, un paseo a Guatapé (que queda a sólo dos horas), una escena impactante de una película, llegar al final de un libro o estrenar una olla nueva en mi apartamento de soltera.

Lo curioso, es que al ser consciente de la inmensa satisfacción que me brinda el presente, pude comenzar a hacer planes para mi futuro inmediato como permanecer otra temporada en la empresa donde me gusta trabajar o ahorrar para un viaje más largo dentro de un par de meses. ¿Y qué voy a hacer en dos años?, ¿o en cinco? No me pregunten, porque todavía no sé.

Un día a la vez

Quiero aclarar, antes de terminar, que no estoy haciéndole una apología a dejar los proyectos a medias o a vivir improvisando. Más bien, ésta es una invitación a no dejar nunca de preguntarnos si realmente estamos viviendo lo que deseamos en todos los ámbitos. Una vida estable no necesariamente es una vida feliz y cuando nos acomodamos en esa zona de confort que nos proporciona lo permanente, es posible que perdamos lentamente y sin notarlo cosas aún más preciadas y luego, al mirar atrás, veamos cuánto tiempo de nuestra vida desaprovechamos por permanecer "estables" en algo que no nos gustaba pero que no nos atrevíamos a dejar.

Epílogo

Según ciertas interpretaciones, soñar con morir no presagia la muerte sino el final de un ciclo y el inicio de una nueva vida. Cuando una etapa de nuestras vidas muere, otra nace. Por eso, lo importante a fin de cuentas es qué tan felices somos donde estamos y no cuánto tiempo logramos quedarnos.

*Este post va con dedicatoria a mi amiga Adriana Cano, por su capacidad de permanecer, pero también de saber irse a tiempo; de planear, pero también de improvisar.