"Lo que deberían hacer sería poner una bomba en el monte y acabar de un solo golpe con todos los guerrilleros, qué le hace si mueren campesinos, así se acaba todo el problema de una vez", fue la frase que soltó, sin ningún miramento, una persona muy allegada a mí durante alguna discusión política. Una persona quien, por sobre todas las cosas, ha sido definida por el dolor de haber padecido de forma prolongada el drama del conflicto en Colombia, encarnado particularmente en la tortura de la desaparición forzosa.
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Nicolás Montero en la pantalla enuncia a los dos finalistas del concurso El Gran Colombiano: Garzón y Uribe. No es casualidad, pienso, que la ciencia, la literatura e inclusive la farándula hayan quedado por debajo de estos dos personajes, quienes sin duda alguna son representantes, ante todo, del conflicto armado del país. Primer asunto que me queda claro esta noche: puede ser que Colombia no tenga memoria, pero tiene entrañas, y es allí donde permanecen las huellas de la violencia. Por eso, aunque nuestra gente no entienda, no recuerde e incluso a veces no vea muchas cosas, sigue sintiendo una sola cosa: la guerra.
María Jimena Duzán al conocer los dos finalistas, definió a éste como un "país esquizofrénico", uno que manifiesta al unísono que siente y resiente los golpes de la violencia, pero cuyas dos personalidades no se ponen de acuerdo en la manera de limpiar este problema de nuestro presente. Segundo asunto claro de la noche: en ese punto central de nuestras vidas, donde habita el conflicto, habita también esa dualidad entre dos formas opuestas de verlo, entenderlo, pensarlo y combatirlo.
Y el tercer asunto que queda claro: había que elegir y Colombia eligió. No en un concurso aparentemente trivial sino en una realidad que, como todas las cosas permanentes, resulta silenciosa, como un paisaje, hasta que circunstancias como éstas que nos obligan a pensarnos, revelarnos e identificarnos, nos recuerdan que estamos lamentablemente inmersas en ellas.
En Colombia ganó la sangre que nos hierve adentro, la que conoce los embates de la violencia e instintivamente cree en ésta como la única respuesta, nuestra memoria muda no nos recuerda que aquélla siempre deja un deudo que más tarde vuelve con otro rostro a reclamar su duelo. En Colombia ganaron las tripas que decidieron reírse de sus desdichas, los oídos desoyeron las críticas serias detrás de las carcajadas y las manos ignoraron las invitaciones a la acción que proferían las propias manos activas de Garzón.
En Colombia ganaron las entrañas y perdió la memoria; ganaron los patriarcas que ofrecen soluciones unilaterales que ahorran el indeseable esfuerzo del disenso y perdió la invitación a construir soluciones colectivas y beneficiosas para las mayorías; ganaron las élites y perdió la población, hundida en su propia desidia hacia la búsqueda de alternativas duraderas para construir la paz.
Pero eso no pasó en el concurso, ni pasó hace más de 10 años cuando Uribe llegó a la presidencia, ni hace 14 años cuando manos impunes asesinaron a Garzón. Eso ha venido pasando y pasa, cada día, como una impronta indeleble de nuestra apasionada y feliz colombianidad, que necesita un caudillo que extirpe el cáncer de un solo tirón, para que podamos dejar de pensar en ese incómodo problema, aunque tenga que destruir la mitad del cuerpo y aunque sepa en el fondo, que la enfermedad ya hizo metástasis en todo lo demás.
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Nada de lo que he dicho aquí es nuevo para nadie. Al igual que muchos, adivinaba el resultado del concurso, pero eso no evitó que el corazón se me volviera a descolgar del pecho. Me voy a la cama esta noche, con la desazón renovada que me produce el comprobar que la guerra sigue siendo el leitmotiv de este país, el que nos habita despiadadamente con cara de problema y máscara de solución.
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domingo, 23 de junio de 2013
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