Usted podría ser alevosamente sensual, alevosamente serio, alevosamente malo, alevosamente bueno, alevosamente fuerte, alevosamente escandaloso, alevosamente silencioso, alevosamente tímido, alevosamente grosero, alevosamente seguro, alevosamente errante, alevosamente tierno, alevosamente rudo, alevosamente ordinario e incluso hasta alevosamente feo.
Podría ser cualquier cosa siempre que lo fuera sin un dejo de resignación. Siempre que tuviera el descaro, la desfachatez y la desvergüenza propios de la alevosía, usted atraería irresistiblemente incluso, especialmente, a quienes no comprendan ese nosequé.
jueves, 24 de abril de 2014
miércoles, 19 de marzo de 2014
Qué bueno que soy fea
Hoy llamó un cliente por teléfono. Uno de esos hombres confiados que se mueven por el mundo como si fuera un territorio que les pertenece. Me habló, me hizo un chiste y un par de horas después se apareció por la oficina. “Vos sos la vocecita sexy que contesta el teléfono” sentenció con suficiencia mientras desparramaba su mirada por mi cuerpo con la certeza del que no tiene que pedir permiso para nada. Más tarde, vinieron a decirme que el tipo era dueño de varias empresas, que tenía mucha plata, que estaba recién divorciado y que había preguntado por mí. ¿Estás soltera? Me preguntaron. Si vos, siendo extranjera, estás sola, es porque querés. Aprovechá.
Me hirvió la sangre, no puedo mentir. El ser extranjera me puso en una posición en la que no había estado jamás en mi vida: me convirtió en trofeo. Pensé en todas las mujeres perfectas que andan por el mundo siendo tratadas como trofeos, como cosas que se pueden comprar. ¿Se darán cuenta de que las están tratando así? Qué bueno que soy fea. Pensé. Qué bueno que después de 27 años de habitar este planeta, sea esta la primera vez que me siento tratada como un objeto.
Qué bueno que a los 15 años me dijeron que era una mujer incompleta porque tenía el pecho plano. Qué bueno que una tía sentenciara que tenía la tragedia de no haber desarrollado cintura. Qué bueno que anularon mis esperanzas de tener el cuerpo perfecto porque me liberaron de miles de preciosas horas encerrada en el gimnasio y me regalaron la dicha de hacer deporte sólo por diversión. Qué bueno que hace tiempo dejé de hacer dieta. Qué bueno que me puedo sentir hermosa cuando voy en bici y el viento me despeina el pelo, sólo porque sé que voy feliz.
Qué bueno que nunca aprendí a maquillarme y que ese compañero de la universidad me dijo que me vestía como una tonta. Qué bueno que destruyeron mis ilusiones de estar a la moda, de ser elegante, chic. Qué bueno que me liberaron de la responsabilidad de vestirme bien. Qué bueno que me puedo poner cualquier cosa que me parezca bonita, aunque no combine, aunque no me luzca. Qué bueno que me puedo sentir hermosa cuando sonrío con mi boca sin pintar y cuando me siento en un parque a tejer con mis manos sin manicura.
Qué bueno que nunca logré mantenerme peinada. Qué bueno que me liberaron de varias horas semanales conectada a la plancha y al secador. Qué bueno que puedo sentirme hermosa con mis raíces sin retocar, con mi melena sin alisar. Qué bueno que no tengo la obligación de pasar una hora diaria frente al espejo y puedo divertirme como una niña jugando a ser mayor cada vez que decido arreglarme un poco más para ir a una fiesta.
Qué bueno que el chico que me gustaba me dijo que me reía como una cacatúa, que me faltaba delicadeza, que parecía un machito. Qué bueno porque me liberó de la obligación de sentarme bien, de no ensuciarme, de conservar la compostura. Qué bueno que me puedo sentir hermosa cuando juego, cuando la lluvia me encrespa el pelo, cuando me tiro de cabeza al río y cuando me río a los gritos porque no puedo evitar que la risa se me derrame como un vendaval.
Qué bueno que no soy de las mujeres que atraen todas las miradas. Qué bueno que me siento en el legítimo derecho de escoger al tipo que me guste y sacarlo a bailar. Qué bueno que soy capaz de invitar a un hombre a salir. Qué bueno que sé dar el primer beso. Qué bueno que no tengo que esperar que me vengan a buscar, que me elijan. Qué bueno que puedo elegir. Qué bueno que no tengo miedo de meter la pata.
Qué bueno que todas esas personas me lastimaron y me hicieron resignar la posibilidad de ser una mujer perfecta. Qué bueno que me ahorraron 27 años de experiencias humillantes como la de hoy. Qué bueno que cada hombre que ha estado a mi lado se ha permitido hacerme reír sin temor de decir un chiste malo, bailar conmigo aunque baile mal, conversar por horas de tonterías y respetar mis silencios sin incomodidad. Qué bueno que me han dejado enamorarme de sus propias imperfecciones, de sus torpezas, de sus cicatrices con la misma equidad que ellos se enamoran de las mías. Qué bueno que no soy de aquellas mujeres que representan “una renta en perfumes y bolsos”, qué bueno que no me derriten con una frase fácil, una esquela perfumada y un carro último modelo. Qué bueno que me quitaron la esperanza de ser rescatada, porque ya no necesito que nadie me rescate.
Qué bueno que no tengo que esforzarme por ser especial, por romper un molde. Qué maravilloso haber fallado desde el principio en el importante ejercicio social de ser quien tenía que ser. Qué bueno que todas esas personas pasaron por mi vida para recordármelo y qué bueno que no se quedaron.
Me hirvió la sangre, no puedo mentir. El ser extranjera me puso en una posición en la que no había estado jamás en mi vida: me convirtió en trofeo. Pensé en todas las mujeres perfectas que andan por el mundo siendo tratadas como trofeos, como cosas que se pueden comprar. ¿Se darán cuenta de que las están tratando así? Qué bueno que soy fea. Pensé. Qué bueno que después de 27 años de habitar este planeta, sea esta la primera vez que me siento tratada como un objeto.
Qué bueno que a los 15 años me dijeron que era una mujer incompleta porque tenía el pecho plano. Qué bueno que una tía sentenciara que tenía la tragedia de no haber desarrollado cintura. Qué bueno que anularon mis esperanzas de tener el cuerpo perfecto porque me liberaron de miles de preciosas horas encerrada en el gimnasio y me regalaron la dicha de hacer deporte sólo por diversión. Qué bueno que hace tiempo dejé de hacer dieta. Qué bueno que me puedo sentir hermosa cuando voy en bici y el viento me despeina el pelo, sólo porque sé que voy feliz.
Qué bueno que nunca aprendí a maquillarme y que ese compañero de la universidad me dijo que me vestía como una tonta. Qué bueno que destruyeron mis ilusiones de estar a la moda, de ser elegante, chic. Qué bueno que me liberaron de la responsabilidad de vestirme bien. Qué bueno que me puedo poner cualquier cosa que me parezca bonita, aunque no combine, aunque no me luzca. Qué bueno que me puedo sentir hermosa cuando sonrío con mi boca sin pintar y cuando me siento en un parque a tejer con mis manos sin manicura.
Qué bueno que nunca logré mantenerme peinada. Qué bueno que me liberaron de varias horas semanales conectada a la plancha y al secador. Qué bueno que puedo sentirme hermosa con mis raíces sin retocar, con mi melena sin alisar. Qué bueno que no tengo la obligación de pasar una hora diaria frente al espejo y puedo divertirme como una niña jugando a ser mayor cada vez que decido arreglarme un poco más para ir a una fiesta.
Qué bueno que el chico que me gustaba me dijo que me reía como una cacatúa, que me faltaba delicadeza, que parecía un machito. Qué bueno porque me liberó de la obligación de sentarme bien, de no ensuciarme, de conservar la compostura. Qué bueno que me puedo sentir hermosa cuando juego, cuando la lluvia me encrespa el pelo, cuando me tiro de cabeza al río y cuando me río a los gritos porque no puedo evitar que la risa se me derrame como un vendaval.
Qué bueno que no soy de las mujeres que atraen todas las miradas. Qué bueno que me siento en el legítimo derecho de escoger al tipo que me guste y sacarlo a bailar. Qué bueno que soy capaz de invitar a un hombre a salir. Qué bueno que sé dar el primer beso. Qué bueno que no tengo que esperar que me vengan a buscar, que me elijan. Qué bueno que puedo elegir. Qué bueno que no tengo miedo de meter la pata.
Qué bueno que todas esas personas me lastimaron y me hicieron resignar la posibilidad de ser una mujer perfecta. Qué bueno que me ahorraron 27 años de experiencias humillantes como la de hoy. Qué bueno que cada hombre que ha estado a mi lado se ha permitido hacerme reír sin temor de decir un chiste malo, bailar conmigo aunque baile mal, conversar por horas de tonterías y respetar mis silencios sin incomodidad. Qué bueno que me han dejado enamorarme de sus propias imperfecciones, de sus torpezas, de sus cicatrices con la misma equidad que ellos se enamoran de las mías. Qué bueno que no soy de aquellas mujeres que representan “una renta en perfumes y bolsos”, qué bueno que no me derriten con una frase fácil, una esquela perfumada y un carro último modelo. Qué bueno que me quitaron la esperanza de ser rescatada, porque ya no necesito que nadie me rescate.
Qué bueno que no tengo que esforzarme por ser especial, por romper un molde. Qué maravilloso haber fallado desde el principio en el importante ejercicio social de ser quien tenía que ser. Qué bueno que todas esas personas pasaron por mi vida para recordármelo y qué bueno que no se quedaron.
domingo, 23 de junio de 2013
Esquizofrenia
"Lo que deberían hacer sería poner una bomba en el monte y acabar de un solo golpe con todos los guerrilleros, qué le hace si mueren campesinos, así se acaba todo el problema de una vez", fue la frase que soltó, sin ningún miramento, una persona muy allegada a mí durante alguna discusión política. Una persona quien, por sobre todas las cosas, ha sido definida por el dolor de haber padecido de forma prolongada el drama del conflicto en Colombia, encarnado particularmente en la tortura de la desaparición forzosa.
***
Nicolás Montero en la pantalla enuncia a los dos finalistas del concurso El Gran Colombiano: Garzón y Uribe. No es casualidad, pienso, que la ciencia, la literatura e inclusive la farándula hayan quedado por debajo de estos dos personajes, quienes sin duda alguna son representantes, ante todo, del conflicto armado del país. Primer asunto que me queda claro esta noche: puede ser que Colombia no tenga memoria, pero tiene entrañas, y es allí donde permanecen las huellas de la violencia. Por eso, aunque nuestra gente no entienda, no recuerde e incluso a veces no vea muchas cosas, sigue sintiendo una sola cosa: la guerra.
María Jimena Duzán al conocer los dos finalistas, definió a éste como un "país esquizofrénico", uno que manifiesta al unísono que siente y resiente los golpes de la violencia, pero cuyas dos personalidades no se ponen de acuerdo en la manera de limpiar este problema de nuestro presente. Segundo asunto claro de la noche: en ese punto central de nuestras vidas, donde habita el conflicto, habita también esa dualidad entre dos formas opuestas de verlo, entenderlo, pensarlo y combatirlo.
Y el tercer asunto que queda claro: había que elegir y Colombia eligió. No en un concurso aparentemente trivial sino en una realidad que, como todas las cosas permanentes, resulta silenciosa, como un paisaje, hasta que circunstancias como éstas que nos obligan a pensarnos, revelarnos e identificarnos, nos recuerdan que estamos lamentablemente inmersas en ellas.
En Colombia ganó la sangre que nos hierve adentro, la que conoce los embates de la violencia e instintivamente cree en ésta como la única respuesta, nuestra memoria muda no nos recuerda que aquélla siempre deja un deudo que más tarde vuelve con otro rostro a reclamar su duelo. En Colombia ganaron las tripas que decidieron reírse de sus desdichas, los oídos desoyeron las críticas serias detrás de las carcajadas y las manos ignoraron las invitaciones a la acción que proferían las propias manos activas de Garzón.
En Colombia ganaron las entrañas y perdió la memoria; ganaron los patriarcas que ofrecen soluciones unilaterales que ahorran el indeseable esfuerzo del disenso y perdió la invitación a construir soluciones colectivas y beneficiosas para las mayorías; ganaron las élites y perdió la población, hundida en su propia desidia hacia la búsqueda de alternativas duraderas para construir la paz.
Pero eso no pasó en el concurso, ni pasó hace más de 10 años cuando Uribe llegó a la presidencia, ni hace 14 años cuando manos impunes asesinaron a Garzón. Eso ha venido pasando y pasa, cada día, como una impronta indeleble de nuestra apasionada y feliz colombianidad, que necesita un caudillo que extirpe el cáncer de un solo tirón, para que podamos dejar de pensar en ese incómodo problema, aunque tenga que destruir la mitad del cuerpo y aunque sepa en el fondo, que la enfermedad ya hizo metástasis en todo lo demás.
***
Nada de lo que he dicho aquí es nuevo para nadie. Al igual que muchos, adivinaba el resultado del concurso, pero eso no evitó que el corazón se me volviera a descolgar del pecho. Me voy a la cama esta noche, con la desazón renovada que me produce el comprobar que la guerra sigue siendo el leitmotiv de este país, el que nos habita despiadadamente con cara de problema y máscara de solución.
***
Nicolás Montero en la pantalla enuncia a los dos finalistas del concurso El Gran Colombiano: Garzón y Uribe. No es casualidad, pienso, que la ciencia, la literatura e inclusive la farándula hayan quedado por debajo de estos dos personajes, quienes sin duda alguna son representantes, ante todo, del conflicto armado del país. Primer asunto que me queda claro esta noche: puede ser que Colombia no tenga memoria, pero tiene entrañas, y es allí donde permanecen las huellas de la violencia. Por eso, aunque nuestra gente no entienda, no recuerde e incluso a veces no vea muchas cosas, sigue sintiendo una sola cosa: la guerra.
María Jimena Duzán al conocer los dos finalistas, definió a éste como un "país esquizofrénico", uno que manifiesta al unísono que siente y resiente los golpes de la violencia, pero cuyas dos personalidades no se ponen de acuerdo en la manera de limpiar este problema de nuestro presente. Segundo asunto claro de la noche: en ese punto central de nuestras vidas, donde habita el conflicto, habita también esa dualidad entre dos formas opuestas de verlo, entenderlo, pensarlo y combatirlo.
Y el tercer asunto que queda claro: había que elegir y Colombia eligió. No en un concurso aparentemente trivial sino en una realidad que, como todas las cosas permanentes, resulta silenciosa, como un paisaje, hasta que circunstancias como éstas que nos obligan a pensarnos, revelarnos e identificarnos, nos recuerdan que estamos lamentablemente inmersas en ellas.
En Colombia ganó la sangre que nos hierve adentro, la que conoce los embates de la violencia e instintivamente cree en ésta como la única respuesta, nuestra memoria muda no nos recuerda que aquélla siempre deja un deudo que más tarde vuelve con otro rostro a reclamar su duelo. En Colombia ganaron las tripas que decidieron reírse de sus desdichas, los oídos desoyeron las críticas serias detrás de las carcajadas y las manos ignoraron las invitaciones a la acción que proferían las propias manos activas de Garzón.
En Colombia ganaron las entrañas y perdió la memoria; ganaron los patriarcas que ofrecen soluciones unilaterales que ahorran el indeseable esfuerzo del disenso y perdió la invitación a construir soluciones colectivas y beneficiosas para las mayorías; ganaron las élites y perdió la población, hundida en su propia desidia hacia la búsqueda de alternativas duraderas para construir la paz.
Pero eso no pasó en el concurso, ni pasó hace más de 10 años cuando Uribe llegó a la presidencia, ni hace 14 años cuando manos impunes asesinaron a Garzón. Eso ha venido pasando y pasa, cada día, como una impronta indeleble de nuestra apasionada y feliz colombianidad, que necesita un caudillo que extirpe el cáncer de un solo tirón, para que podamos dejar de pensar en ese incómodo problema, aunque tenga que destruir la mitad del cuerpo y aunque sepa en el fondo, que la enfermedad ya hizo metástasis en todo lo demás.
***
Nada de lo que he dicho aquí es nuevo para nadie. Al igual que muchos, adivinaba el resultado del concurso, pero eso no evitó que el corazón se me volviera a descolgar del pecho. Me voy a la cama esta noche, con la desazón renovada que me produce el comprobar que la guerra sigue siendo el leitmotiv de este país, el que nos habita despiadadamente con cara de problema y máscara de solución.
martes, 5 de febrero de 2013
Irse
"Todo lo que viene, se va. No trates de retenerlo. Di sí a todo lo que viene y sí a todo lo que se va"
AJ
AJ
A riesgo de sonar loca, me atrevo a decir que nuestra cultura tiene una desafortunada obsesión con la estabilidad, la permanencia y los planes a largo plazo. En alguna ocasión le comenté a una mujer mayor, a mi juicio muy sabia, que yo ya llevaba 3 años dictando clase en una misma universidad y más de 4 años de relación con el novio de turno. Me dijo: "eso habla muy bien de ti". Yo saqué pecho.
Pocos meses después me retiré de la universidad y la relación con ese novio terminó, obligándome a replantear mis planes futuros y preguntarme: ¿qué es lo próximo que quiero hacer? Con terror, por decir lo menos, descubrí que no tenía ni la menor idea de qué quería hacer en el año siguiente, ni en el otro, ni el de más allá. Sencillamente no sabía hacia dónde ir. Por lo pronto, pensé, debía satisfacer mis expectativas más inmediatas: quería irme a vivir sola y conseguirme algún trabajo. Eso, con exactitud, fue lo que hice. Y me hizo muy feliz.
Sin embargo, el fantasma de la permanencia me perseguía: comencé a buscar con desesperación planes para llenar mi agenda de los siguientes 10 años, pero no los encontré. Me preocupé: ¿cómo puede hacer uno para proyectarse si no sabe cuáles son sus sueños?, ¿cómo podría discernir entre un sueño y una simple idea vaga en mi cabeza?, ¿tenía que experimentar algún síntoma físico (mariposas en el estómago, por ejemplo) para saber que había encontrado mis verdaderos sueños?
Ante mi incapacidad de "proyectarme hacia el futuro", sentí que estaba en verdaderos problemas y acudí llorando a una psicóloga, explicándole con angustia: creo que tengo un temor oculto a comprometerme con cualquier cosa, sea una relación, un trabajo, la compra de una casa, un carro o simplemente unos tiquetes para un viaje dentro de tres meses.
Estaba aterrorizada cuando renuncié a Teleantioquia tras sólo 5 meses, cuando me fui de Feeling Company después de ínfimos 3 meses, cuando decidí no comprar boleta para ver a Madonna desde marzo porque no sabía dónde estaría cuando se hiciera el concierto en noviembre. ¿Cuál sería mi problema? ¿Qué trauma antiguo o reciente me impedía comprometerme? Lo peor, es que eso de los plazos cortos no era una novedad en mi vida. Era un asunto de siempre.
¿Permanecer o irse?
Cuando terminé la universidad comencé a notar que mis compañeros estaban emprendiendo sus propios proyectos de vida: casándose, creando empresa, estudiando posgrados. Seguramente, pensé, al haber alcanzado una meta a largo plazo como terminar los estudios, necesitaban plantearse una nueva para tener otra vez un motivo serio para aferrarse a la vida. Pero a mí no me pasaba lo mismo, de hecho, me costaba entender cómo me había planteado mis metas académicas y las había cumplido, puesto que eran plazos largos.
Además, noté que algunos de ellos iban recolectando una serie de años de experiencia laboral en empresas que no les brindaban oportunidades de crecimiento, y que por el contrario a veces les coartaban su desarrollo personal y/o económico. Mientras tanto, yo seguía acumulando experiencias breves, unas más y otras menos satisfactorias, y preguntándome ¿qué hay de malo en mí?
Sin embargo, en cierto punto de mi terapia con la psicóloga, luego de terminar de hablar de mis posibles traumas del pasado, comencé a hablar de mi vida presente y descubrí que era absolutamente feliz a pesar de mi falta de permanencia y planes a futuro: mi "hoy" era suficientemente satisfactorio como para estar pensando ¿qué voy a hacer mañana?
La obligación de permanecer
Entonces descubrí que en ese momento de mi vida, yo, desde el fondo de mi corazón, no tenía ninguna meta personal. El problema era que me preocupaba no cumplir con ese ideal socialmente impuesto de tener que casarme, vincularme a una empresa hasta la jubilación o comprarme una casa, en una sociedad donde eso de no planificar el futuro se asocia a irresponsabilidad, falta de seriedad, etc.
Después de ser consciente de eso, entendí que mi problema no era que no tuviera sueños, sino que los estaba buscando en el lugar equivocado: en cosas enormes en el futuro, cuando mi felicidad estaba en pequeñas cosas del presente, como una tarde al sol, un paseo a Guatapé (que queda a sólo dos horas), una escena impactante de una película, llegar al final de un libro o estrenar una olla nueva en mi apartamento de soltera.
Lo curioso, es que al ser consciente de la inmensa satisfacción que me brinda el presente, pude comenzar a hacer planes para mi futuro inmediato como permanecer otra temporada en la empresa donde me gusta trabajar o ahorrar para un viaje más largo dentro de un par de meses. ¿Y qué voy a hacer en dos años?, ¿o en cinco? No me pregunten, porque todavía no sé.
Un día a la vez
Quiero aclarar, antes de terminar, que no estoy haciéndole una apología a dejar los proyectos a medias o a vivir improvisando. Más bien, ésta es una invitación a no dejar nunca de preguntarnos si realmente estamos viviendo lo que deseamos en todos los ámbitos. Una vida estable no necesariamente es una vida feliz y cuando nos acomodamos en esa zona de confort que nos proporciona lo permanente, es posible que perdamos lentamente y sin notarlo cosas aún más preciadas y luego, al mirar atrás, veamos cuánto tiempo de nuestra vida desaprovechamos por permanecer "estables" en algo que no nos gustaba pero que no nos atrevíamos a dejar.
Epílogo
Según ciertas interpretaciones, soñar con morir no presagia la muerte sino el final de un ciclo y el inicio de una nueva vida. Cuando una etapa de nuestras vidas muere, otra nace. Por eso, lo importante a fin de cuentas es qué tan felices somos donde estamos y no cuánto tiempo logramos quedarnos.
*Este post va con dedicatoria a mi amiga Adriana Cano, por su capacidad de permanecer, pero también de saber irse a tiempo; de planear, pero también de improvisar.
jueves, 5 de julio de 2012
¿Alguien me dijo gorda?
La indignación del día vino hoy por cortesía de un artículo de Alejandra Azcárate publicado en Aló Mujeres donde la actriz expone, de manera sarcástica y despectiva, las siete ventajas de ser gorda, generando una fotografía de lo patético y lastimero que puede resultar estar pasada de kilos. Acto seguido, Maria Camila Vera, responde con otro artículo muy serio y limpio de sarcasmos, donde expone por qué ser gorda no es un problema y cómo todo lo expuesto por La Azcárate no pasa de ser una mala burla basada en estereotipos inútiles.
Sin embargo, aunque concuerdo en muchos aspectos con Maria Camila, a mi modo de ver están igual de cojas las dos versiones que estas dos mujeres nos proponen sobre la gordura, porque nos están midiendo la felicidad en indicadores de cantidad de novios, escala de amantes, índice de amigas envidiosas, promedio de caballeros que nos abren la puerta y nos corren la silla, tipologías de ropa que podemos usar, etc.
Entonces, si entendí bien ¿lo que me proponen es que seré más feliz si tengo más amigas, novios o amantes?, ¿si puedo usar más ropa? o ¿si la gente se porta mejor conmigo porque les parezco atractiva? Ustedes disculparán, pero a mi modo de ver, estamos perdidas si medimos la felicidad de esa manera, porque en cualquiera de los dos casos estaríamos esperando aprobación de los demás para ser como somos, una suerte de palmada en la espalda que diga "tranquila que gordita también eres deseable". Y la cosa no es así. No puede ser así.
De ser así, nuestra felicidad estaría siempre condicionada a la subjetividad de los demás y a los parámetros que la moda imponga en el momento, lo cual implica que sólo haya un modelo de belleza y que necesariamente un porcentaje de la población tenga que ser inevitablemente infeliz porque no puede (o no quiere) adherirse a ese modelo. Y desafortunadamente, así es para muchas mujeres, en efecto.
Les puedo contar que yo pasé por los dos extremos: fui talla 6 y talla 16, por eso sé que se puede sufrir por igual siendo flaca o siendo gorda cuando los problemas están en el interior, y que esos problemas no se resuelven adaptándose a ningún modelo físico, sino rompiendo el modelo mental. Hay que tomarse el tiempo para conocerse, mirarse en el espejo sin compararse con nadie y poder decir "me gustan mis ojos, mis piernas, mis manos" y por supuesto también "no me gusta mi uña del dedo meñique del pie derecho" y ver qué hago para mejorar ese defecto, para aproximarme lo más que pueda a mi propio ideal de belleza.
Alguien me dijo una vez, que para que una mujer pudiera ser realmente sexy tenía que comenzar por conocerse profundamente a sí misma y así poder exteriorizar con plenitud su esencia y mostrar sus cualidades particulares al mundo. Finalmente, cuando nos conocemos objetivamente, no esperamos lo que nos diga el exterior acerca de nosotras mismas sino que hablamos nuestro propio lenguaje con el cuerpo, e indudablemente la energía que proyectamos nos traerá a cambio las mejores experiencias e inclusive hasta la mejor ropa y la mejor comida, sólo por el hecho de que somos plenas con lo que somos.
¿Y La Azcárate?
Al final de esta historia, lo que menos viene importando es el papel que juega Alejandra Azcárate. Claramente ella interpreta un papel irreverente en nuestra farándula criolla que no tiene nada de relevante. Es como la mala de la novela, esa que da el mal ejemplo, esa que la gente no quiere pero que no pasa de ahí: de ser un mero personaje, una caracterización nada más.
Lo importante aquí es reconocer que los problemas que nuestra sociedad tiene con la estética femenina no son responsabilidad de Alejandra Azcárate ni de ninguna otra actriz o modelo. Al contrario, ellas también son víctimas.
Me parece que en lugar de indignarnos por lo que ella dice en voz alta, debemos reconocer que muchos decimos cosas en voz baja de los gordos, las narices, las gafas, la ropa y los huesos de los demás. Acá lo clave es que nos preguntemos: ¿cómo hacemos para que nuestras mujeres puedan desarrollar una mirada diferente e individual de la estética propia y la de las demás?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)