Ella atravesó la puerta que dividía el atrio del interior de la iglesia a la vez que los feligreses se ponían en pie para dar inicio a la ceremonia. Llegó en el momento preciso, ni un minuto antes ni un minuto después de las cinco y media de la tarde, que era la hora convenida. Sus mejillas resplandecían tal vez gracias al maquillaje y en su delgado cuello y suaves orejas, brillaban las que aparentaban ser unas costosas perlas.
Traía un silencioso gesto de solemnidad, como el que adoptaba su rostro todos los domingos cuando entraba a la casa del señor y unos pasos atrás muy cerca de ella, venía su mejor amigo, escoltándola con una mirada casi tan dulce como la suya.
Después de dibujar con su mano derecha el signo de la cruz en su frente hombros y pecho, se dirigió a su lugar y como siempre se sentó en el piso, seguida unos segundos después por ese compañero fiel, quien tras una seña y una suave palmada en el lomo se echó en la fría baldosa cerca de ella.
Sus ojos se perdieron en algún vitral de la pequeña parroquia de San Vicente mientras que el celebrante con voz empalagosa repetía al unísono con todos los asistentes: "por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa", mientras el perro dorado yacía con los ojos cerrados y la cabeza recostada en el suelo.
Sus ojos parecían atender a un punto en otro mundo por la meditación tan profunda que revelaba su rostro lacerado por las arrugas; y su impecable maquillaje, desde el rubor de las mejillas, hasta el rojo de los labios, recordaba la vanidad de la juventud a pesar de la edad y las vicisitudes de la vida.
Su silencio sólo fue interrumpido por un niño de unos cuatro años quien se acercó corriendo a ver el perro. "¿Cómo se llama?" le preguntó. Con una pequeña sonrisa y un brillo en sus ojos, entabló una corta conversación con el pequeño, quien no parecía notar el furioso gesto de su madre quien lo observaba desde una de las sillas de madera.
Fue en el momento del Evangelio cuando todos parecían atender la palabra de Dios, cuando el niño quien acurrucado en el piso acariciaba el lomo del canino, formuló la pregunta: "¿y ustedes en dónde viven?" a lo que ella contestó "en la calle", con tal naturalidad, que al él no le sorprendió.
Sin embargo, en ese momento, una mujer de cabello rubio teñido agarró con fuerza la mano del niño y lo llevó dando tumbos hacia la silla en el momento en que el celebrante recordaba las bienaventuranzas: "bienaventurados los limpios de corazón, porque de ellos será el reino de los cielos".
Cuando se elevaron las peticiones, algunas miradas se dirigieron hacia ella tal vez queriendo saber qué le pediría a Dios ella que andaba con todo cuando le pertenecía y parecía más tranquila que cualquiera de los presentes.
Finalmente, llegó el momento de desear la paz al prójimo, hubo sonrisas, guiños, apretones de mano, abrazos y besos y ella, sólo recibió un gesto casual de parte de un seminarista que pasaba hacia la casa cural.
No comulgó, sólo recibió la bendición, levantó del piso la maleta en la que llevaba todo lo que la acompaña en este mundo, acarició a su amigo, se puso de pie y se confundió entre la gente.
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