domingo, 16 de agosto de 2009

Llovizna

...a dónde irás para escaparte de tí misma, qué blanca arena sanará tu corazón...

La música de Fernando Delgadillo la conocí solo pocos meses atrás, y debo confesar que me fui para su concierto conociendo solo unas pocas canciones de las muchísimas que él ha compuesto e interpretado en su historia. No importaba. Quería que cantara tres de ellas, con ello quedaría satisfecha, pero a poco de comenzar el concierto descubrí que dos de esas canciones no eran precisamente las más conocidas.

Yo estaba ubicada en la quinta fila del teatro Astor Plaza, a unos 10 o 15 metros del cantante mexicano, lo veía muy de cerca y me emocionaba a cada descripción que hacía de sus canciones, justo antes de interpretarlas. Las personas gritaban desde cualquier parte del teatro, nombres de algunas de sus composiciones para que él las cantara, fue entonces cuando dijo:

"Esta presentación está compuesta por dos partes. La primera y la segunda. La primera va antes que la segunda, la segunda no. La primera es una presentación de ciertos temas que preparé para esta noche y en la segunda vienen las complacencias para los asistentes".

Nunca en la vida había estado en un concierto en el que un artista mezclara el respeto por el público con la improvisación de una manera tan sutil, en un espectáculo impecable. Él no traía una lista de canciones organizadas para presentar, por el contrario, llevaba un enorme folder con todas sus letras y navegaba libremente entre las primeras y las últimas páginas en busca de una historia que contar, y cantar.

En el momento en que comenzó la consabida segunda parte del concierto, el público frenético comenzó a gritar el nombre de sus canciones preferidas y las más conocidas, a tal punto que no se lograba distinguir lo que trataban de decir. Nunca supe si él realmente alcanzaba a entender algo, pero de tanto en tanto nos decía que iba a tratar de cantar todas las que pedíamos y que dejáramos escuchar a quienes pedían, y en efecto, al terminar cada canción se escuchaba alguien que gritaba desde algún punto del teatro "¡gracias!"

Junto a él ardía una vela que se encendió justo en el momento en que empezó a cantar, a mi lado decían que él tocaría hasta que la llama se extinguiera, y en efecto, en cierto punto cuando ya quedaba una luz muy débil él anunció que tocaría las últimas tres canciones. En ese momento me resigné a creer que ya no tocaría la canción cuyo nombre yo sola gritaba tímida en medio de la gritería, sin que resonara llamativamente entre la multitud.

Tras decir estas palabras, movió unas páginas de su folder en busca de alguna letra y empezó a rasgar la guitarra. Tras unos breves acordes intempestivamente se detuvo, y yo, aprovechando el silencio de los presentes alcancé a gritar "¡Llovizna!". Como reacción a mi grito, a mis espaldas escuché algunos "sssshhhh" que me instaban a callarme, pero la respuesta de Fernando fue otra: tras mirar brevemente hacia el público, comenzó a tocar en su guitarra una tonada muy diferente a la que había iniciado segundos atrás y a interpretar unas frases cortas que vienen antes de una canción que conozco muy bien: Llovizna.



Unos segundos antes de que la canción terminara, me sorprendí a mí misma gritando desde mi puesto en la quinta fila "¡gracias!"

...esta canción que solo quiere ser llovizna, que se derrame venturosa, refrescando tu dolor...

miércoles, 12 de agosto de 2009

¿Por qué no soy feminista?

Hace más de 40 años, en un pueblo de Boyacá Julia entró a la escuela de educación básica primaria y fue excelente estudiante. Cuando terminó quiso seguir con el bachillerato y su padre dijo "¡No! las mujeres no estudian!", pero su madre dijo "¡Sí! si ella quiere estudiar pues estudia" y ella misma se consiguió el dinero año tras año para patrocinar su educación.

Seis años después, cuando Julia terminó el bachillerato quiso entrar a la universidad, y la escena se repitió tal cual, con la diferencia de que esta vez ella terminó en la Universidad Nacional, en donde estudió su carrera profesional. Después de Julia, la escena fue repetida por su hermana Gloria, quien también logró su título, siempre con el apoyo de su mamá.

Doña Fabiola, madre de las dos jóvenes, nunca supo de equidad de género, ni de feminismo, tampoco decía "hijos e hijas, vengan a almorzar", ni pensaba que era violencia de género que su esposo patrocinara solo el estudio de los hijos varones. Pero sabía que en donde una persona tiene derecho a algo, todas las demás también deberían tenerlo, sean hombres o mujeres. Por eso se esforzó para hacer cumplir lo que le parecía justo y hoy en día tiene dos hijas muy exitosas.

Esta historia es real, aunque los nombres sean ficticios (para "proteger" a las fuentes) y muestra de forma bien clara, que el tema de la equidad de género no es otra cosa que un asunto de equidad humana.

Tanto las mujeres como los hombres, podemos ser vulnerables en diferentes condiciones, que dependen más de la pobreza e ignorancia, que de la inequidad. Y si vamos a ser justos ¿por qué las mujeres no debemos prestar servicio militar obligatorio? ¿por qué quienes deben morir en la selva es a los hombres? ¿no se supone que somos "iguales"?

El feminismo persigue una igualdad interesada, que pretende victimizar a la mujer, rebajarla a un puesto en el que no puede defenderse por sí misma, en donde necesita subsidios y regalos de la sociedad para salir adelante. Recuerdo una vez que se me acercó una candidata al Concejo de Medellín y me dijo, palabras textuales: "vote por mí para que haya una mujer en el Concejo" ¿y su trayectoria política? ¿y su preparación académica? ¿solo tengo que votar por usted porque es mujer? disculpe ¿con sus propios méritos no me puede convencer sin meterme ese cuento de que vote por usted porque es mujer?

Esa mediocridad me parece descarada, y me parece que lo justo es que tengamos puestos directivos, cargos políticos y títulos porque somos capaces, no porque somos mujeres y tenemos derecho al puesto. Reconozco que hay discriminación, como en la historia de Julia y Gloria, pero la respuesta como en el caso de ellas no es exigir por que se es mujer, sino exigir porque se es un ser humano.

Si a las niñas las educan para servirle el desayuno a los hermanos ¿de qué sirve el lenguaje incluyente? Si se sienten orgullosas de lavarle los calzoncillos al papá (suena ridículo pero las he escuchado) ¿de qué sirve que conozcan el concepto de violencia de género?

Nuestra sociedad necesita verdaderos conceptos de igualdad y verdaderos conceptos de individualidad, en los cuales hombres y mujeres puedan ser útiles al mundo a su manera, como amas de casa, como padres o madres, obreros o profesionales; en los cuales la sensibilidad y la fortaleza nos sean permitidas a todos por igual, en la cual no haya machismo, ni feminismo, sino un profundo "humanismo".

martes, 11 de agosto de 2009

No me considero una víctima

Hace una semanas, cierto personaje de una agremiación importante de Medellín, me pidió que le colaborara con un sitio web para unos amigos de él, decía que la paga no era la que correspondía pero que ellos lo necesitaban mucho y no tenían muchos recursos. Así que después de mucho insistir le dije que sí.

Posteriormente, por esas casualidades de la vida ví un papel en el que constaba que el valor que había recibido el personaje que me contrató por el total del trabajo, era más del triple de lo que me había pagado a mí, y que la susodicha empresa de sus amigos, tenía recursos suficientes para pagar el trabajo a un precio justo y este señor, sin hacer el más mínimo esfuerzo se había quedado con la mayor parte del dinero.

Indignada, escribí a la agremiación de la cual hace parte dicho señor, defendiendo mis derechos profesionales y poniendo en evidencia al estafador personaje.

De la variopinta selección de respuestas que recibí, hubo una de apoyo que me dejó con la boca abierta. En ella, decía que lo que yo había recibido era un "trato laboral con violencia de género" y sufría el "sometimiento patriarcal" de un colega hombre.

Tengo que decir de manera pública y abierta que me opongo a esta muestra de solidaridad por una razón bastante concreta: no me considero una víctima de la violencia de género. De hecho la persona que me contrató le propuso exactamente el mismo trato a un hombre, quien rotundamente se negó. Por eso soy firme en esto: mi error no es haber nacido mujer, sino haber permitido el abuso.

Traigo esto a colación, porque conciente de que la persona que me escribió este mensaje de solidaridad hace parte de una asociación de mujeres, sé que pronto mi caso hará parte del listado de acciones que lesionan los derechos de la mujer y considero que no es el caso.

No se puede negar que las mujeres hemos recibido abusos históricamente, pero tampoco podemos ponernos en la posición de víctimas de "violencia de género" por cada cosa que nos pasa en la vida. Tanto hombres como mujeres estamos en posiciones vulnerables en diferentes casos.

Yo considero que hay violencia de género en contra del hombre cuando me llega una convocatoria para comunicador organizacional y dice "hombres, absténganse de presentarse"; considero violencia de género cuando un niño llora y el papá le dice "pórtese como un varón"; considero violencia de género que un muchacho de colegio de 16 años tenga que estar rebuscándose aunque sea 10 mil pesos (5 dólares) para poder invitar a una niña que le gusta a salir, mientras ella está campante.

Por eso me molesta que siempre que le pasa algo a una mujer pongamos de precedente la "violencia de género". Lo que me pasó a mí le pudo pasar a cualquiera, por necesidad, por inexperiencia, solidaridad o hasta nobleza, no necesariamente por ser mujer. Por esta razón quiero dejar claro que en este caso no me considero una víctima de la violencia de género, y me niego rotundamente a que casos ambiguos como este, se sumen a las estadísticas.

domingo, 9 de agosto de 2009

Poniendo zapatos

Recuerdo la pereza que me daba, cuando era niña, el hacer las tareas de matemáticas. Los conjuntos, los fraccionarios y especialmente las divisiones me enloquecían. Me sentaba frente al cuaderno y terminaba por divagar en cualquier otra cosa y dejando la tarea por la mitad.

Al final de la tarde, mi abuelita siempre me preguntaba "mija ¿ya terminó las tareas?" y cuando yo le decía que las había dejado "a medias" ella me cogía comprensivamente, me llevaba hasta la mesa del comedor y me decía "venga mija le ponemos los zapatos".

Recuerdo que cuando me gradué del bachillerato, ví a mi abuelita entre los asistentes aplaudiendo con una alegría enorme y se me escaparon unas lágrimas recordando sus palabras y lo mucho que me ayudó a aprender, la disciplina que me hizo adquirir y el amor que logró que tomara por el aprendizaje.

Ya de eso han pasado varios años, y hoy, algunas complicaciones me hacen retomar las palabras de mi sabia abuelita. Algunos lo llaman disciplina o aplicar eso de "al mal paso darle prisa", otros más trascendentales lo denominan "cerrar ciclos"; ella, simplemente dice que debemos "poner zapatos".

Esta frase basta para mí, para recordar siempre terminar las cosas que empezamos, terminarlas bien aunque sea difícil, aunque duela o a veces tengamos que ponernos un poquito colorados o derramar un par de lágrimas.

"Poner zapatos" en el trabajo, en el estudio y en las relaciones personales, es la garantía de despertarnos tranquilos al día siguiente, al siguiente y al siguiente, de poder mirar a la gente a la cara y de andar por la vida con la frente en alto aunque no tengamos nada en el bolsillo. Pensar yo lo pequeña que estaba y mi abuelita todo lo que me estaba enseñando.

Lala

martes, 4 de agosto de 2009

Fuera de lugar

Amo el campo. Hace meses sueño con irme a vivir a un municipio cercano en donde el aire sea más limpio, haya menos ruido y pueda desplazarme en bicicleta sin afanes, embotellamientos, ni accidentes de tránsito.

Sin embargo, ni en mi fantasía más loca he soñado que el campo se venga para la ciudad, creo que mis dos dedos de frente me dicen que eso sería un caos, porque el campo debe estar en el campo, y la ciudad debe estar en la ciudad. Lo que me preocupa es que parece que la administración de Medellín no sabe eso: vamos a darles un poco de clase al respecto:

Nivel uno. Los pueblos tienen espacio
Sí, aunque Medellín sea muchísimo más grande que muchos de sus municipios aledaños, cualquiera de ellos tiene más espacio. Espacio para tomar una calle alterna si se bloquea una, espacio para respirar aire limpio, espacio para huir de un borracho o borracha que quiera manosear a una niña, espacio para salir corriendo si ponen a las dos cuadras un estruendoso tablado de una música que a uno no le gusta.

Nivel dos. En los pueblos todos son vecinos
En los municipios, cuando son pequeños, toda la gente se conoce. Así que no es problema si algunas personas, incluído el médico del pueblo, deciden tomarse un día de descanso para ir a tomarse unos aguardientes y levantarse tarde y enguayabado todo el día. Si en Medellín un médico, un administrador o hasta el mismo alcalde se ponen la ciudad de ruana, pueden pasar verdaderas tragedias (como las que realmente pasan).

Nivel tres. Mucho ojo: En los pueblos viven los Caballos
En los pueblos los caballos andan por las vías que se llaman "de herradura" por alguna razón no casual. En los pueblos hay árboles, por eso ni los animales, ni las personas se tienen que quemar por el abrasador sol. Por eso las cabalgatas se las inventaron en los pueblos y para los pueblos, no para las ciudades, en donde entre el asfalto y el sol acaban con los caballos y los animales que los cabalgan.

Considero, que si la administración de esta ciudad tomara este breve y productivo curso, vería que la Feria de las Flores es una tradición ¡claro! pero de cuando esta ciudad era un pueblo, o al menos del tamaño de uno, porque las costumbres son iguales.

Ser "pueblerino" como mal se usa en este país, no debería ser un insulto. El verdadero error de esta gente es estar fuera de lugar, buscando un pueblo en donde intentan que haya una ciudad. Interrumpiendo la esforzada rutina de las personas que sí están en donde deben estar y sometiendo a unos animales sacados a la fuerza de su verdadero lugar, a donde muchos ni siquiera vuelven.

Lo más patético es seguir apegados a logísticas anacrónicas y desatinadas, solo por revivir tradiciones, como cerrar una vía arteria para facilitar el paso de animales en medio de su propia tortura, cuando estas costumbres podrían rememorarse de otro modo. Es particular que la misma ciudad que destruye su patrimonio arquitectónico "en pos del desarrollo", insista en celebrar sus tradiciones de la manera más impertinente aún contra su ritmo normal de crecimiento ¡Qué maravilla de cultura esta!

La administración de Medellín debería definirse, a ver si se queda siendo pueblo (con todas las de la ley) o si por fin decide convertirse en ciudad.